Como muchos en todo el mundo, yo corro. Corro obsesivamente,
dos veces por día, siete días por semana. Corro hace más de 15 años, he corrido
en calle y en montaña, he corrido descalzo en la arena y lo he hecho con botas
en la montaña. He corrido en los cauces de ríos y en las orillas de mares hasta
caer rendido al agua, cosa tan grata. He corrido de niño con el mismo disfrute
de hoy sin saber entonces que un día me tornaría corredor profesional. Porque
sí, yo me considero profesional aunque nunca gané un duro corriendo ni he
clasificado en un podio. Menos, claro, he ganado una carrera ni siquiera en mi
categoría o franja etaria.
He corrido en atardeceres californianos, en
sofisticadas calles parisinas y en cientos de bosques patagónicos. He corrido
con amigos y lo he hecho solo, he corrido sobre la Gran Muralla China y lo he
hecho en el desierto de Sahara. He atravesado corriendo el Arco de Triunfo, la
puerta de Brandeburgo y los palacios del Sultán del Imperio Otomano. He corrido
en un cuarto de hotel y en los corredores del aeropuerto de Frankfurt. He
corrido con gente con la que no comparto idioma y nos entendimos toda la
carrera. He corrido de traje, he corrido desnudo.
He corrido de noche, bajo lluvia, lo he hecho dormido.
En cinta, con tobilleras, a las más variadas horas del día, yo he corrido. He
corrido carreras de cien metros y otras de 248 km pasando por cualquier
distancia intermedia. No corro para sentirme sano ni para adelgazar ni para
“encontrarme conmigo mismo”. Corro para ganarle a tantos como pueda porque soy
muy competitivo. Corro porque me gusta, corro porque no podría no correr. He
competido poniéndome un dorsal en el pecho y –siempre- un cuchillo entre los
dientes, más de una vez por mes (cada 23 días para ser preciso) durante años, y
competido 600 km por año también durante años.
Corro sobretodo ultramaratones porque amo la sensación
del cuerpo exhausto, el conocer que ya no queda ni una molécula de glucógeno,
que el tanque está vacío, que la razón manda parar pero seguir corriendo me
dará un placer indescriptible, por eso corro. Soy corredor de calle y de
aventura –o trail- no considerando a ninguna de las dos modalidades como
“mejor” o “superior” a la otra. Corro porque no sé jugar al fútbol, porque no
tengo motricidad para el tenis, porque soy nulo para deportes de mayor
requerimiento técnico.
Corro para encontrar la “zona alfa” como yo llamo a lo
que viene luego del km 32 en una maratón urbana, o luego del 100 en una ultra.
Corro porque amo la “previa” con la barra en una localidad montañera del sur
argentino o de los Alpes franceses. Corro porque amo el “post”, también con la
barra, esta vez además, con cerveza y celebrando las victorias de algunos, las
frustraciones inevitables de otros.
Corro porque no nací en la antigüedad y no pude ser ni
general de grandes batallas ni descubridor de “terras incógnitas” como siempre
soñé de pequeño y sueño aún, y corriendo sacío mi visceral necesidad de
aventura. Corro porque puedo hacerlo, porque lo hago dignamente y puedo
sostenerlo con los años y las décadas sin lesionarme. Corro para romper la
monotonía de la vida postmoderna, para acumular recuerdos que contaré un día a
mis nietos, para juntar blasones y medallas que colgar en las paredes en el
rincón del ego que todos tenemos. Y termino con la misma frase con la cual esa
gran escritora que es Leila Guerriero cierra su nota “Comulgar” publicada el 24
de septiembre de 2014 – o sea, hoy- en El País y que inspirara estas líneas que
serían casi un plagio si el reconocimiento no las transformara en un homenaje a
Leila: “Corro para escribir. Corro porque escribo. Porque es igual de inútil,
igual de necesario, igual de pavoroso.”
Leila debe ser la primera persona que cabalmente
entiende que correr y escribir, son dos verbos redundantes y dos obligaciones
ineludibles.